“Ahora bien, el SEÑOR me ha hecho vivir, como Él dijo, estos cuarenta y cinco años, desde el tiempo que el SEÑOR habló estas palabras a Moisés, cuando Israel andaba por el desierto; y ahora, he aquí, hoy soy de edad de ochenta y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar.”
(Josué 14:10-11)
Caleb tenía la promesa de Dios de que la tierra de Hebrón sería de él “en herencia perpetua” (Josué 14:9). Delante de tal promesa, podía alegar que ya era grande y que tenía el derecho de heredar aquella tierra. Derecho adquirido. Promesa del propio Dios. Sin embargo, no se conformó. Él mismo quería arrancar la tierra de sus enemigos, pues sabía que Dios estaba con él. Mientras muchos jóvenes huyen de la batalla, el viejo Caleb pidió ir a la guerra.
La fuerza de Caleb permaneció siendo la misma durante cuarenta y cinco años porque no estaba en sus músculos, sino en su fe. En la dependencia de Dios, no tuvo miedo. Se lanzó, pues sabía que aquella era una batalla ganada.
“Dame, pues, ahora este monte, del cual habló el SEÑOR aquel día; porque tu oíste en aquel día que los anaceos están allí, y que hay ciudades grandes y fortificadas. Quizá el SEÑOR estará conmigo, y los echaré, como el SEÑOR ha dicho.” (Josué 14:12).
Esa era su fuerza. Su fe en el Dios que no miente. Su indignación estaba sustentada en esa certeza, apenas podía esperar para ver a Dios cumpliendo la promesa. Fue, luchó, y conquistó. Esa es la confianza y la disposición que Dios espera que manifestemos en medio de los problemas. Si él está con nosotros y ya nos prometió la victoria, ¿por qué no lanzarnos hacia la batalla?
No te limites por tus condiciones humanas.