“Y el SEÑOR me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial. A él sea gloria por los siglos de los siglos. Amén.”
(2 Timoteo 4:18)
No hay qué temer. Cuando se tiene un compromiso con Dios, hay protección y liberación. Puedes hacer lo que sea. No existe envidia, ni mal de ojo, no existe nada para perjudicar a aquel que hizo un pacto con Dios. No importa cuál obra maligna sea hecha, aquel que tiene un pacto con Dios tiene la protección. Un cuerpo cerrado. Será libre del mal en este mundo e incluso tiene la promesa de la salvación eterna.
Pero, ¿cómo hacer ese pacto? ¿Cómo mantenerse en él? La respuesta es: sacrificio. No un sacrificio de animales, no un sacrificio que no cueste nada. Un sacrificio diario, de renuncia de la propia voluntad. Entrega completa de vida. Día tras día. Negarse a sí mismo. Cargar la cruz.
El pacto debe ser mantenido. Mantenido con esfuerzo. Mantenido con el sacrificio diario de tu propia carne. No del sufrimiento físico, sino de la renuncia de la vieja vida. La vida que no se quiere más, pero por la cual el corazón aún clama. No hay otra salida. No existe omelette sin cascar los huevos. No existe la salvación sin una fe sacrificial. No existe un Pacto sin un sacrificio de las partes, del Creador y de la criatura.
¿Qué matrimonio sobrevive sin el sacrificio de la pareja? ¿Qué alianza sobrevive sin el sacrificio de los involucrados? ¿Quién puede tomar del Cáliz de la Nueva Alianza de la Sangre de Jesús sin el sacrificio personal? Solo existe una puerta, una puerta estrecha, un camino angosto. Sin facilidad. Sin cosas fáciles. Sino con la promesa de la entrada al Reino Eterno. Una promesa hecha por Quien no puede mentir. Una promesa por la cual nuestra alma suspira diariamente. Que hace que todo sacrificio valga la pena.
No importa qué obra maligna fue hecha, aquel que tiene un pacto con Dios tiene la protección.