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‘Familia española busca esclava para cuidar del abuelo’: el abuso a internas se dispara

El Centro de Ayuda Cristiano hace un llamado ante la precariedad laboral de muchos empleados del hogar, y el periódico digital ‘El Confidencial’ publica la noticia.

La pandemia ha traído también a nuestras vidas una nueva forma de semiesclavitud: la de las cuidadoras de ancianos que son forzadas a trabajar siete días a la semana sin poder salir del domicilio a cambio de salarios miserables, de entre 400 y 600 euros de media al mes. Este abuso, que roza lo inhumano, no es un viento lejano de países en desarrollo. Lo practican cientos de españoles, posiblemente miles, en ciudades grandes y en pueblos pequeños. Quizá su vecino esté abusando de la persona interna que tiene contratada para cuidar de sus padres ancianos. Tal vez lo haga usted mismo

La alerta saltó en marzo, cuando cientos de internas fueron obligadas a permanecer durante semanas en el hogar en el que trabajan, y se ha agravado con el paso del tiempo, hasta el punto de que hoy es normal exigir a un trabajador interno que no salga nunca de la casa para evitar contagiar de coronavirus a los ancianos a los que asiste. Y los cuidadores lo aceptan porque son la capa más vulnerable de nuestra sociedad: casi todos son mujeres inmigrantes procedentes de América Latina con escasos recursos económicos, duramente castigadas por esta crisis. Muchas de ellas ni siquiera tienen permiso de residencia en España. Son carne de explotación y las familias que las emplean lo saben perfectamente.

Rosario lleva dos meses sin trabajar porque es incapaz de encontrar una oferta de interna que no sea una humillación. Hace unos días estuvo a punto de decir ‘sí’ a lo mejor que ha recibido hasta la fecha: cuidar a dos ancianos en Talavera de la Reina por 600 euros al mes. Pero el requisito de no poder salir de la casa le hizo renunciar. Lo habitual es que le lleguen ofertas de 400 euros por estar interna de lunes a domingo. Ella dice que no, pero muchas compañeras suyas dicen que sí. Hasta por 250 euros las ha visto. «Menos es nada», le dicen resignadas las que lo aceptan. Rosario estuvo en julio y agosto trabajando en Mallorca por 350 euros al mes sin descansar ni por las noches y se prometió que nunca volvería a rebajarse así.

«Estábamos muy mal de dinero mi marido y yo, nos habían echado ya de varios sitios por no poder pagar la habitación ya que no trabajábamos desde marzo, andábamos con las maletas de aquí para allá sin un techo, y me llamó una amiga. ‘Rosario, en Mallorca hay trabajo’. Junté todos los ahorros y compré un billete de avión. En el encuentro con la familia vi que las condiciones no eran las que me habían prometido. ‘¿Cuánto nos cobras por cuidar de la abuela?’, me preguntaron. Dije ‘No sé, ¿cuánto están pagando?’. ‘350 euros’, me respondieron. No lo podía creer. Yo ya no tenía dinero para comprarme un vuelo de vuelta a Madrid, así que tuve que aceptar».

Tampoco podía denunciar la explotación porque no tiene papeles. Es argentina, lleva un año y medio en España y desde que llegó ha cuidado de ancianos por horas, a cinco euros la hora generalmente. La pandemia le cerró todas las casas a las que acudía y la obligó a ejercer de interna. «No tengo documentos, el pasaporte nomás», les dijo Rosario a sus empleadores mallorquines, los dos hijos de la señora en cuestión. «Bueno no importa, sin documentos pues, pero te quedas de lunes a lunes».

Rosario recuerda los dos meses que pasó en aquel piso de Palma como una tortura. Por el día tenía que cuidar a una señora de 97 años con brotes psicóticos y movilidad reducida y además hacer las tareas del hogar. De noche, la señora apenas la dejaba dormir. En 60 días salió dos veces a la calle. La compra la traía una de las nueras. Lentejas, arroz, atún y fideos, siempre lo mismo. Todo racionado al milímetro. «‘La abuela come poquito, con eso te dará’, me decían. Y pensaba: ‘Ella comerá poco, ¿pero y yo?'».

Al regresar a Madrid en septiembre, a Rosario le surgió un nuevo trabajo en Cádiz. Cuidar a una pareja de ancianos por 400 euros. Y allí que se fue. «‘Tienes una habitación para ti sola con wifi y todas las comodidades’, me dijeron los hijos de los señores al verme dudar cuando supe que tenía prohibido salir a la calle. ‘¿Y yo para qué quiero wifi?’, les dije. Estaba en Cádiz y de pronto les dije que no, que no volvía a vivir algo así. Compré un billete de tren y me fui. Ese día decidí que la esclavitud se acabó para mí».

Es justo lo que le ha ocurrido a María, ecuatoriana con diez años en España. Llevaba dos años de interna cuidando a una señora mayor por 800 euros al mes con los domingos libres. En marzo la situación comenzó a torcerse. «Los hijos me dijeron que no podía salir de la casa. Cuando levantaron la restricción y veía a otras compañeras salir a la calle con sus mayores, a mí me dijeron que no, que hasta el mes de agosto no podría salir. ¡Agosto! Llevaba ya tres meses sin salir de ese piso y estaba desesperada. Más con el maltrato que comenzó a darme la señora, que de repente le dio por ahorrar y me restringía la comida, una semana entera comiendo macarrones, otra semana puré… Luego aparte me insultaba, me llamaba analfabeta y me humillaba. El 20 de junio no pude más y me marché. Desde entonces he trabajado dos meses en Aragón por 1.200 euros y estoy aguantando con los pocos ahorros que tengo. Todas las ofertas que me llegan son un abuso».

«Aparentemente les ofrecen un trabajo, pero acaban convertidas en rehenes»

Sobrecoge la facilidad con que una sociedad plenamente desarrollada como la española impone condiciones de semiesclavitud a sus empleados domésticos sin pestañear. Parecería que del coronavirus, a diferencia del eslogan del Gobierno, no saldremos mejores. «Los empleadores te dicen que si no te gustan esas condiciones, ahí fuera hay mil esperando. Se aceptan tratos que antes del coronavirus eran impensables», resume Alberto Díaz, pastor evangélico del Centro de Ayuda Cristiano, entidad que da apoyo alimentario y psicológico a decenas de internas desde hace meses. «Aparentemente les ofrecen un trabajo, pero acaban convertidas en rehenes, sin los derechos más básicos y muy malos salarios. Han de cuidar de gente enferma y muy dependiente, a la cual no pueden dejar sola ni dos horas. Este encierro durante semanas o meses les acaba llevando a la depresión. Cada vez nos llegan al centro más mujeres psicológicamente hundidas pidiendo ayuda».

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