“Mamá, no sé hacer esto, ¿me ayudas?” esto es muy común en los niños, y también algo entrañable. Sin embargo, entre adultos, pedir ayuda no es algo muy valorado debido a la falsa creencia de que, reconocer que no podemos solos, es una muestra de debilidad. Esto a veces se convierte en un problema, ya que esta actitud nos hace perder muchas oportunidades, además de ser un riesgo para nuestra salud física y emocional. Es por ello que a nivel emocional las personas que no saben pedir ayuda se encuentran más estresadas, cansadas, irritables, frustradas, pesimistas y solas.
Una de las razones puede ser el orgullo, una excesiva autoexigencia o el miedo a no ser comprendido. Sin embargo, detrás de las múltiples razones que pueden existir se esconde la más trascendental: el miedo irracional a ser juzgado y de encontrarse en una situación comprometida y humillante.
Es importante ser conscientes de todo lo que perdemos cuando no somos asertivos a la hora de buscar ayuda: en primer lugar, cuando nos negamos a pedir ayuda estamos gastando una gran cantidad de recursos, y si no logramos los resultados deseados, puede llevarnos a sentir un gran nivel de frustración y culpabilidad. Mientras que al pedir ayuda podemos experimentar emociones positivas como la satisfacción, la sensación de pertenencia a un grupo, o de sentirse querido y cuidado por otro.
Las personas que avanzan, que crecen, que evolucionan y llegan lejos tienen siempre un denominador común: reconocen sus límites y piden ayuda. Estas son dos cualidades de personas fuertes y seguras de sí mismas. Por eso, pedir ayuda, no sólo no es de débiles, sino que es propio de personas valientes que están dispuestas a salir de su zona de confort para cambiar una situación.
Sabemos que ayudar es maravilloso, pero dejarnos ayudar no lo es menos. ¿Por qué no lo intentamos?