“Y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en Mi nombre, a Mí me recibe; y cualquiera que me recibe a Mí, recibe al que Me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es el más grande”.
(Lucas 9:48)
El enviado es el representante de quien le envió. Quien recibe al insignificante a quien el Señor Jesús envió, recibe al Señor Jesús. Quien desprecia al insignificante a quien el Señor Jesús envió, desprecia también al Señor Jesús. Esa es la lógica del Reino de Dios.
Nadie es grande delante de Él. El arrogante trae la gloria para sí. ¿Cómo alguien podrá ver a Dios en la vida de ese? Anuncia sus propios méritos. Se llena la boca e infla el pecho, como si fuera algo. Piensa que es algo. Es visto como si fuera algo. Pero para el Señor, ¿cuál es la utilidad de un siervo que va en el nombre de sí mismo? Ninguna.
Por otra parte, quien asume su insignificancia, será honrado por Él, por permitir que Él sea visto. Cuando vean al insignificante, verán a Dios. Porque nadie tan insignificante sería capaz de hacer lo que él hace, de estar donde él está, de decir lo que él dice, si Dios no estuviera con él. Humanamente hablando, no tendría condiciones. Pequeño, despreciable, insignificante. ¿Cómo ese ciudadano está dónde está? ¿Cómo hace las cosas que hace?
Dios escoge a los menores, a los pequeños valientes, dispuestos a ser escogidos para confundir al mundo y mostrar a su Dios, no a sus méritos.
“Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió a Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Corintios 1:27-29).
Dios solo es visible en la vida de los humildes.